Cuando me preguntan por mi género favorito siempre digo que no tengo ninguno predilecto.
Tampoco le hago ascos a ninguno, ni a la comedia por infravalorada que esté. En
cambio, sí que considero que hay uno con un potencial especial, no voy a decir
superior, pero sí el más interesante. Hablo del cine de terror, cuyo medio -el
miedo- no solo sirve para horrorizarnos, sino también para transmitirnos
mensajes e historias. Como cualquier otro género desde luego, pero por
desgracia nunca se ha sacado suficiente provecho. Las películas de terror buscan
el susto (que no el miedo) y crear monstruos con el peor aspecto posible.
Cuando dan importancia a la narrativa, se centran en pobres giros argumentales
y poco más. Lo triste es el vacío hacia el género, relegado a producciones más
comerciales que solo ofrecen carruseles de tópicos, quedando en el olvido las
posibilidades de una buena película de terror. Por suerte siempre hay, o hubo,
quien quiso probar la experiencia, explorar los mecanismos del género. Ese
alguien fue Stanley Kubrick, quien a pesar de su corta filmografía, no cesó en
su empeño de experimentar con cualquier género.